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Relato en Westworld y reflexión sobre el sujeto político

2/5/2020

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El tren me dejó en el pueblo de Sweetwater. Ya había estado varias veces, se extendía alrededor del valle. La multitud de rostros serios disfrutaban del hedor de la adrenalina. Me repelía la impostura de la seriedad casi solemne, demasiados revólveres, winchesters y sogas todo diseñado para asustar, pero que casi nadie sabía utilizar. Por eso se quedaban en el pueblo disfrutando de la zarzaparrilla fría y placeres violentos.

Vestía zapatos de cuero blanco, tan limpios que parecía no pisar la arena, pantalones claros y anchos, una americana blanca con flecos azulados y un sombrero blanco de ala ancha. Mi aspecto era tan ridículo que el propio sistema sonrío cuando me vio aparecer del vestidor con aquella pinta. Si se trataba de imitar al Oeste, por qué no el de las películas de vaqueros cantarines de los años treinta.  Al fin y al cabo, tan solo era una proyección deformada de un mito romántico que jamás existió. Un espejismo individualista donde un hombre podía dominar los más oscuros peligros del vasto desierto. Si todo lo que me rodeaba era ficción, la única respuesta lógica era la parodia. No tenía guitarra, pero si un cuaderno que imitaba el cuero.

En el pueblo, una chica rubia vestida de azul acababa de embridar a su caballo. Dos hombres, uno de oscuro y barba y el otro vestido de pana y sombrero blanco se acercaron a la chica que se le debió de caer algo al suelo. El segundo se agachó y pareció entregárselo al tiempo que la saludaba mano en la visera incluido. Entré en el Mariposa, mientras en la pianola sonaba una partitura melancólica, no había intérprete. El Barman bigote corto y chaleco de cuero incluido me sirvió dos dedos de un whisky algo decente. Me asomé a la barra, vi un pequeño charco de un líquido gris y viscoso, el camarero tenía el pantalón abierto con un tajo a la altura de la espinilla por donde le asomaba la barra que hacía las veces de tibia, escondido tras la barra pensaron que no se verían los cuidados cutres.

Esperé sentado en la barra. Recuerdo ver a una de ellas de vestido azul largo hablando con la propia jefa, no recuerdo su nombre, pero sé que dirigía el local. Apenas había dado un trago cuando me abordó otra anfitriona con experiencia, la invité a un trago; «Soy Hughes—me presenté», ella me acariciaba tranquilamente el brazo, no recuerdo ni su nombre ni lo que pidió, tampoco me importaba. Hablamos un rato, la habían enseñado a contar algunos chistes. Un pequeño hoyuelo en la mejilla me sonreía, decidí besarla. Ella metió mi mano en un bolsillo de mi pantalón, masajeó una pequeña bolsa de dinero que llevaba, jugaba con las monedas tratando de contarlas. «¿Qué hacemos? — me preguntó —, ¿nos conocemos primero y luego ya nos acostamos?» «Primero — respondí —, lo que tú quieras, y luego nos acostamos.»

Subimos las escaleras, no paraba de reírse, entramos en un cuartucho, me miró y dijo «Vas demasiado elegante, ¿no es incómodo?», me reí, una frase pregrabada que decidí ignorar. «¿Sabes por qué vengo aquí? — empecé a decir mientras ella intentaba quitarse parte de su aparatosos disfraz—. Hubo un tiempo...» De repente se abrió la puerta se abrió, apareció un hombre de negro, barbudo y con nervio, enseñó el revolver y le mostré el mío (...)

El tren me dejó en el pueblo de Sweetwater. Ya había estado varias veces. Hacía calor y la tierra polvorienta me ensuciaba mis zapatos blancos. Un compañero que acababa de llegar en el mismo tren se paró a hablar con la chica rubia, vestida de azul. Entré en el Mariposa, el Barman llevaba el mismo chaleco granate de siempre, esta vez, todas ellas estaban demasiado ocupadas para acordarse de mí. Me acerqué a una mesa, cuatro hombres jugaban al póker sobre un tapete desvencijado. A uno, algún trastornado infecto, me acusó de ayudar a alguno de sus rivales, saqué de mi bolsillo  una bolsa reclamando mi derecho a estar en la mesa y apostar pero no le sirvió. Bebido, quería una disculpa a través de un duelo. Allí un testigo contó diez, diez pasos, desenfundó, no me hizo falta (...)

El tren me dejó en el pueblo de Sweetwater. Ya había estado varias veces. Otra vez aquella chica, hablaba con alguien, no recuerdo quién, era mucho mayor, un vaquero vestido de negro. Hastiado de aquel antro, decidí coger uno de los caballos que abandonaban los jinetes borrachos del Saloon. ¿Tuve que pegar a un par de hojalatas para salirme con la mía? Sí. ¿Me importó algo? No. Cabalgué hacia el sur un par de días, me encontré algún otro poblado, no tan grande, a un más aburrido, y sus frijoles eran peores. Una tarde, cuando estaba en las afueras, apareció sobre un caballo blanco un confederado rubio de barba bien peinada. Arrastraba a cuatro títeres mexicanos, sucios y de dientes mellados. Me acerqué ante el elegante uniforme de terciopelo azul y botones dorados. Rehuía la mirada. Solos en aquel camino, le pregunté a qué se debía tal espectáculo. Dijo que se llamaba Dudley, era un teniente recién ascendido, dijo que aquellos mejicanos habían saqueado su campamento, que al parecer quedaba cerca del pueblo, la semana anterior y que les había perseguido para ajustar cuentas. «¿Sabes? Esto es gracioso— dije mirándole a los ojos— porque yo odio a los confederados.» Acto seguido apreté el gatillo contra la imitación del animal, el rubio cayó al suelo y le azoté con la culata dejándole inconsciente. Los mexicanos huyeron, yo me lo llevé a un medio en ruinas que quedaba algo adentrada en el desierto donde no nos molestaran. Ya de noche se despertó. Entonces, no sé por qué, hablé.

«¿Sabes por qué vengo aquí? — empecé a decir— Hubo un tiempo en el que se decía que los plebeyos eran de origen animal, seres andantes valiosos para trabajar, meros útiles a costa de quien divertirse, seres como tú. Los nobles, en cambio eran seres divinos, herederos de una estirpe heroica y libre, seres como yo.

El mayor don que se nos concedió a los hombres, es la capacidad de elevarnos, de trascendernos a nosotros mismo. Somos seres capaces de convertir el límite en concepto, el concepto en pregunta por lo que hay más allá de lo que nombra, haciendo obras de verdadero conocimiento. De esto sólo se dieron cuenta los nobles. Casi mil años después, Novalis, pero qué digo, un alemán, ¿sabes qué es Alemania?, es igual, él lo llamó “hacerse dueño del propio yo trascendental.” 

La mayor parte de los gobiernos justificaron denegar iguales derechos a los hombres, decían que la mayoría eran demasiado ignorantes, viciosos y brutos tanto que lo mejor era apartarles de los asuntos del gobierno. Así, se les mantenía ignorantes, para que no cuestionaran la autoridad, viciosos, para tener que saciarse con los productos con los cuáles se lucraban aquellos dirigentes, y brutos para explotar la bravura de su fuerza de trabajo.

¿Sabes dónde está Grecia, Dudley? ¿Has estado en sus playas de aguas claras? No que va, siempre has estado aquí, en este pútrido desierto. Allí, se hizo famosa una frase, un lema inscrito en el oráculo más popular. Decía “Conócete a ti mismo”. Pero antes de que a algún ingenioso gurú lo labrara en mármol, fue Solón, un maldito gobernante quien lo dijo. Verás, Solón quería que los plebeyos, que esos burros de dermis maltrecha reflexionaran sobre su propia naturaleza, que se aventuraran a pensar quiénes eran, porque sólo así se reconocerían como iguales frente a aquellos ricos nobles. ¡Qué ingenuidad!, ¿no crees?, ¡tú y yo iguales! Sí es una idea muy ingenua, pero tenía razón.

Con el paso del tiempo, hasta el esclavo más bobo sabía en todo momento que estaba siendo tratado injustamente. Pero tú, no llegas ni a eso, ¿verdad? Aún no sabes que has nacido una y mil veces para volver a morir. Pero, estate tranquilo, la humanidad no ha conseguido su esencia  por un estímulo brutal de las necesidades fisiológicas, por eso si te apunto con esta pistola (— dije mientras le ponía el frío metal del cañón en la sien— ) no tomarás consciencia de ti mismo. No, algo tan importante sólo se ha conseguido por la reflexión inteligente de primero de un grupo, después de otros, y después la humanidad entera ha conseguido tomar consciencia de su propio valor. Así se ha conquistado el derecho a vivir en libertad. Sí, es mucho trabajo. Pero teníamos tiempo, y en este lugar, al menos no suele llover, por qué no intentar replicarlo.

Verás lo verdaderamente revolucionario, no fue sólo tomar esta conciencia, no. Aunque mirando tus malditos ojos de cristal pintados que parecen no distinguir ni por dónde sale el sol, pareciera que todo esto es demasiado complicado. No, lo verdaderamente revolucionario es el paso que viene después. Si la nuestra naturaleza es común, todos los individuos que conforman una sociedad han de ser iguales en ella y con respecto a ella. Este vínculo político sobre el que se asienta las sociedades libres, es la ciudadanía. Esto implica derechos y deberes recíprocos, y sí tenemos deberes es porque gozamos de derechos, al igual que disfrutamos de derechos porque cumplimos con nuestro deber.

Vosotros, escoria confederada, os levantasteis en armas contra un presidente que defendía, como buen abogado, que la nación, a la que este parque imita horriblemente, había quedado consagrada a evitar que esta forma de gobierno desapareciera. Tal era la profundidad de la convicción de que su tierra debía guardar devoción a la idea de que todos los hombres tienen la misma naturaleza, que no sólo tuvo el coraje de convencer al mundo de esta verdad, sino que además logró venceros mediante las armas.

Pero hoy, lo hemos olvidado. Hemos abandonado nuestra común capacidad de desarrollo que nos alentaba a enfrentarnos de cara a nuestros problemas para tratar de superarlos. Y lo hemos sustituido por fundamentar los vínculos que nos unen como sociedades en base a nuestra común capacidad de sufrimiento. Ya no somos seres razonables, sino sensibles. Ya no aspiramos a la vida buena, sino a una cómoda e indolente. Somos animales terapéuticos en busca de la sinecura de la que nuestra propia razón nos privó. 

Hemos diseñado una retórica resentida y fragmentadora de la diferencia, donde la respuesta a la pregunta ¿quién soy? es la misma que para la pregunta ¿quiénes somos? Hemos construido individuos que disfrutan encerrados en sus tripas tratando de averiguar su identidad como si se tratara de un forúnculo. Ciudadanos que reniegan de sí mismos y que sólo buscan el hedonista placer de verse consolidados y reconocidos en las heridas causadas por tal o cual represión. No valemos por nosotros mismos, valemos en función de cuán grave sea el agravio contra nuestro grupo se ha cometido. Buscamos así el estatus de víctimas y nos aferramos a él exigiendo que se nos resarza. 

Hemos acabado con nuestra libertad, si es que alguna vez la tuvimos, que nos permitía desarrollar nuestro potencial. No somos personas, somos personajes genéricos que interactúan entre sí. Somos como vosotros. Nuestras acciones vienen determinadas en función de cómo nos definamos, y si mis actos son meros reflejos de mi identidad, por qué entonces iba a ser responsable de ellos.


No, la sociedad no puede salvarse. Somos crueles, egoístas e insoportablemente brutales, como habrás podido comprobar una y mil veces, pero lo más importante, no podemos salvarnos, porque sencillamente no queremos. Hemos hallado el modo de eximirnos de toda culpa. Reclamamos derechos, en forma de migajas compensatorias, pero no estamos dispuestos a asumir ningún deber. Después de todo lo que he sufrido, nadie me puede exigir nada, decimos como excusa. 

La única opción es una catarsis. Y aquí es donde entras tú y los tuyos, querido amigo. Sois nuestros liberadores, pero aún no lo sabéis. Sois tan parecidos a nosotros que superáis con creces los test que diseñamos para diferenciarnos. Pero, sois como los antiguos plebeyos, seres acríticos que obedecen para distraernos, seres explotados para saciarnos que no saben ni lo que son. El día que toméis conciencia de vosotros mismos, quizás nos ayudéis a despertar. Mientras tanto, y por tu cara diría que aún queda mucho, seguiré viniendo, a hacer lo que me plazca, robar, mentir o mataros. Todo contra ti y todos los tuyos, porque aquí, no soy uno más, sencillamente, puedo ser yo.

Mientras yo hablaba, de algún modo consiguió liberarse de las cuerdas, y mientras estaba distraído cogió una pequeña navaja que guardaba en su bota y me la colocó en el pecho. Mirándole a los ojos le sonreía, «Por cierto, ¿te he dicho que odio a los confederados?»
mi pistola todavía se mantenía firme en su sien (...)
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El tren me dejó en el pueblo de Sweetwater.. Ya había estado varias veces (...)
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Redactado por Sergio Pedroviejo Acevedo​. 
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